Elías o la sombra del amor

 sábado, 21 de abril de 2007

¿Qué quieren que les diga? A mí me gusta coger más que nada en la vida.

Muchos de los que me conocen admiran y elogian mi modo de escribir y tienen fundamentos para hacerlo (ya sé: está mal que yo lo diga). Sin embargo, puedo asegurarles (a ellos y a ustedes, aunque a más de uno entre ellos les consta fehacientemente) que en la cama soy mejor. Y digo "en la cama" como una frase hecha porque tampoco es cuestión de limitarse a lo rutinario. Si de sexo se trata, soy bueno más allá de las formas. Y no lo digo para hacerme publicidad. Al fin de cuentas, ninguno de los que lean estas líneas ha de contratar jamás mis servicios. Simplemente lo digo porque es así.

La otra noche me lo decía Elías, un cliente vasco que me llama cada vez que viene a Buenos Aires. ¡Juas! Es funcionario de la UNESCO y como tal es amante de los pendejos. Claro que no al punto de ser pedófilo, pero hasta que me conoció a mí siempre anduvo al borde de lo legal. El tipo paga generosamente en euros y hace excelentes regalos. Pero más allá de nuestra relación comercial es un sujeto querible. Ya tiene cincuenta y dos, pero les juro que no los representa. Cualquiera le da menos de cuarenta. Es metódico con las comidas, hace mucho ejercicio, no fuma, casi no bebe... será por eso que su piel siempre huele rico. Y tiene un acentito gaita que me vuelve loco...


− Joder, chaval. Tú tienes el don −me decía−. Entregas todo y disfrutas lo que haces. Y juntos somos la combinación perfecta.

Y es muy cierto.

A él le gusta el sexo calmo. Nada de violencias ni brusquedades. Y se le da por decirme cosas bonitas mientras se la chupo. Lenta y largamente. Pasándole la lengua con extrema suavidad desde la base hasta la punta. Una y otra vez. Todo alrededor. Luego abro bien grande la boca y me trago su pene sin tocarlo con los labios. Solo hasta que el glande roce mi garganta. Entonces, cierro la boca y presiono el tronco con delicadeza al tiempo que mi lengua, juguetona en la completa oscuridad, lo obliga con dulzura a gemir más palabras bonitas.








Siempre he dicho que, si yo habría nacido otro, Elías hubiera sido mi hombre perfecto. Pero nací como nací y no creo que la pareja estable se acomode a mi manera de ser. Así estamos bien.

Pocos meses después de conocernos, en el segundo o tercero de sus viajes a Argentina, me invitó a viajar a España con él. Obvio que acepté y estuve allí casi dos meses. Hasta el día en que llegó con una propuesta inesperada.

Era pasado el mediodía y me despertó con un desayuno magistral. Me sentí su rey.

− ¡Ala, niño! Que te tengo que mostrar un sitio. A ver si te gusta.

Por más que insistí una y otra vez, no pude sonsacarle de qué se trataba la sorpresa. Tomé mi café, bebí mi jugo de naranjas, comí mis tostadas con jalea y, luego de una ducha y unos mimos, salimos los dos en el auto en busca de ese lugar tan misterioso.

Madrid era un paraíso de tan soleado y luminoso. Elías me miraba y sonreía. Y su sonrisa me hacía bien. No me puedo quejar porque mi existencia ha estado bastante exenta de sinsabores, pero si me pidieran elegir el momento más feliz que he vivido, tal vez escogería aquel en el que íbamos los dos en el coche, él sonriendo y yo también.

El lugar misterioso resultó ser un departamento en un edificio muy señorial, ubicado en la zona más paqueta de la Gran Vía. El portero nos saludó con pleitesía y subimos al piso ocho. Un apartamento bastante amplio, recién remodelado y sin mobiliario, de una luminosidad embriagante y ese olorcito a nuevo que lo embellecía aún más.

Quise preguntar de qué iba la cosa. Pero Elías me selló los labios con un beso y con mucha lentitud comenzó a desnudarme. Mi reacción fue instantánea. En el fondo soy un romántico de telenovela (de otro modo jamás le hubiera puesto un título tan cursi a este capítulo) y aquella situación me pareció muy excitante. Mi piel respondía erizándose al roce de sus dedos, mis tetillas se endurecieron hasta el dolor y mi miembro se hinchó al límite de lo posible cuando los labios de Elías lo engulleron con la sutileza de un experto. Y mientras me felaba, él también fue despojándose de sus ropas hasta quedar hermosamente desnudo de rodillas ante mí. Ante mí, que aún era su rey consagrándolo una y otra vez como caballero de mi corte.



Sin que yo me hiciera preguntas, me fue llevando hacia la ventana. Terminé de cara hacia el exterior, aprisionado entre el vidrio y su cuerpo, mientras me cubría la espalda de besos. Sentí la humedad de su glande entre las nalgas y tuve la necesidad de darle alojo. Una necesidad imperiosa que se tradujo en un sonoro suspiro que pareció llevarse mi alma. Elías supo entender y penetró mi carne con la dulzura de siempre, convirtiendo cada embate de su pelvis en un sincero gemido que escapaba de mi garganta. Porque no había nada de fingido en mi placer. Él lo sabía. Siempre lo supo.




Yo acabé primero, contra mi costumbre, y no tuve reflejos lo suficientemente rápidos como para no manchar la pared inmaculadamente blanca. Elías acabó unos minutos después y en el furor de su orgasmo me abrazó con fuerza y ahogó un feroz alarido en mi espalda. Sentí los estertores de su pene en mi interior y mi esfínter lo oprimió para que no se escapara. Quedamos así largo rato. Mi cuerpo gozoso entre sus brazos y la mirada perdida en aquel Madrid de cielo azul y sol ardiente.

− ¿Te ha gustado la vista desde aquí? −me preguntó finalmente.

− Es maravillosa...

− Te la regalo.

La frase fue tan sencilla y contundente que no pude descifrarla en el momento.

La charla posterior, por el contrario, fue extensa y tal vez acalorada. Yo no podía quedarme a vivir en Madrid. No quería. No estoy hecho para los lazos demasiado estrechos. Tarde o temprano me sentiría enjaulado y ninguno de los dos se merecía una traición.








Cuando al fin lo aceptó ya caía la noche sobre la ciudad y volvimos a hacer el amor. Sí, hicimos el amor. Porque llamarlo de otro modo sería despojarlo del significado íntimo y afectivo que involucró aquella unión de nuestros cuerpos en ese atardecer en que mi sensatez y su desolación llevaron el mismo nombre.

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