Que no, que no... ¡QUE SÍ!
Publicado originalmente el 1 de noviembre de 2009
Eran los días en que yo todavía puchereaba en los cines porno y en las estaciones de trenes de Buenos Aires.
Había tenido una buena mañana a nivel guita, pero había sido un verdadero desastre en cuanto a sexo. Llegué relativamente temprano para lo que son estas cosas. A las diez de la mañana no es común que los cines estén muy poblados pero aquel día fue una excepción. El primero en encararme fue un viejito que, además de simpático, resultó ser muy generoso y me dio el doble de lo que le pedí tan solo por manosearme un poco. Yo no tengo nada contra los viejos (ya lo he dicho muchas veces) pero debo reconocer que con el tiempo los atractivos físicos empiezan a decaer. Este en particular tenía pinta de haber tenido una linda facha tiempo atrás, aunque ya rondaba con seguridad por los setenta y ese atractivo quedaba solo en mis suposiciones. Tenía unas manos muy finas y suavemente rugosas (si se me permite el pleonasmo). Frías, eso sí, por lo cual se dificultaba mi tarea de erección. Porque a mí me gusta cumplir con el cliente y una pija dura siempre entra dentro de la oferta. La película tampoco ayudaba: daban una de sadomasoquismo, que a mí no me motiva en lo más mínimo. Tuve entonces que recurrir a la memoria emotiva, al recuerdo de esas tardes en que me pasaba horas y horas en el ciber de Benjamín mirando porno y al del cuartito del fondo donde el guacho me clavaba cuando llegaba la hora de cerrar. El recurso siempre da resultado y el viejito se quedó muy satisfecho. Por todos los medios me quería sacar el número de teléfono para que volviéramos a encontrarnos y yo ni en pedo que se lo daba. Todavía no tenía celular y ni ahí que le daba el de casa. ¿Se imaginan a mi vieja respondiendo los llamados de mis clientes? Después se me acercó un tipo más joven, de unos cuarenta y tantos. Estaba de traje y corbata y llevaba un maletín. Típica trampa de la media mañana. Ese me cogió. Pero la verdad que pasó sin pena ni gloria: lo hizo mecánicamente y creo que no disfrutó ni él. Se la quise chupar pero estaba muy apurado y pasó derecho a los bifes. Pero bueno… puso la tarasca y eso era lo importante. Como al mediodía me hizo el entre otro cuarentón que se las quiso pasar de vivo. Me empezó a tocar el culo y yo lo dejé hacer un ratito. Cuando me invitó a ponernos cómodos le advertí que yo cobraba y se me quedó mirando como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Se lo tuve que repetir y el muy bolas se despacha con un “¿Y a mí también me vas a cobrar?”. Me dio mucha gracia la salida del tipo. Por lo caradura. ¿Por qué no habría de cobrarle? No era Brat Pitt precisamente. Aunque él parecía muy pagado de sí mismo porque insistió e insistió. Que él no era “uno más”, que con él la iba a pasar tan bien que nunca lo iba a olvidar y bla, bla, bla. Tan pesado se puso que otro tipo que estaba cerca terminó gritando: “Dale, pelotudo, pagale de una vez o si no hacete la paja”. Y al final puso la moneda. Nos sentamos en la primera fila, donde no había nadie, se la chupé, me la chupó y después me la puso con bastante poca pericia. Sería que estaba molesto por tener que gastar o qué, pero la verdad que cogiendo era un desastre. Antes de irse me preguntó qué tal la había pasado y yo le mentí que bárbaro (pero con muy pocas ganas de resultar creíble). Después me fui yo también. Había hecho buena plata y ya estaba cansado de tanta boludez.
Sin saber qué hacer ni adónde ir, entré a caminar por 9 de Julio sin rumbo fijo. Si hubiera seguido en plan de levante me habría dirigido hacia la Av. Santa Fe. Sin embargo, mis pasos se encaminaron hacia el sur, zona que hasta ese día solo había conocido desde los colectivos, cuando llegaba desde La Plata. En realidad, no era el mejor día para hacer turismo pero las cosas no suceden porque sí. Todo tiene un por qué y las casualidades no existen. Les adelanto: esta es una de las moralejas de esta historia.
Llegando la esquina de la Av. San Juan, un chico llamó mi atención. Y yo llamé la de él. Supongo que tendría unos veinticinco o veintiséis, era un poco más alto que yo y su rostro (sobre todo sus ojos, negros como el carbón) era de esos que no pasan desapercibidos para nadie. Al verme, fichó sin disimulo y obvio que yo no le desprecié el halago. Con las manos en los bolsillos, adoptó una actitud desafiante, como si quisiera jugar a quién bajaba primero la mirada. Yo disminuí la marcha y (como quien no quiere la cosa) me acomodé el paquete. Prácticamente me puse frente a frente con él. Nos separaban escasos tres o cuatro metros y hasta podía ver con lujo de detalle las sutiles imperfecciones de su piel cetrina. Él solo me miraba y sonreía. Yo igual. Me hizo acordar a una película de vaqueros que vi con mi padrino cuando era chico, una con Burt Lancaster. “Duelo de Titanes” creo que se llamaba. El caso fue que yo esperaba algún acercamiento de su parte, alguna señal tras la cual hacer contacto, más allá de lo visual. Estaba lindo el tipo y me había entusiasmado con la idea de tener finalmente un poco de buen sexo. Sin embargo, mis esperanzas fueron vanas porque de pronto, sin decir ni “mu”, el flaco se dio media vuelta y se fue por San Juan. Desconcertado, después de unos segundos lo seguí pero él se metió en el edificio de la UAI (Universidad Abierta Interamericana) sin siquiera voltear hacia atrás. ¡Histérico de mierda! ¡Cómo detesto a esa gente! Yo soy puto (¡bien puto!) pero esas cosas no las hago ni en joda. No les veo el sentido. Si alguien me interesa, no le ando con vueltas. Y si no me interesa, que siga su ruta. Pero la experiencia me comprueba (esta y otras tantas que he tenido) que el mundo está lleno de calientapavas.
Con toda la bronca, me quedé parado frente a la universidad sin saber qué hacer. El guardia de seguridad me miraba con desconfianza, como si yo fuera un malandra. No le di demasiada importancia. En cierta medida, ya estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, tan habituales cuando permanecía largo rato parado en una esquina de la zona caliente de Santa Fe. La actitud a seguir en esos casos es la típica “me chupa un huevo”. Resolví entonces (aunque fue un acto meramente mecánico) encender un cigarrillo y esperar a que me llegara alguna inspiración. A quienes se estén topando en este momento de esta novedad les aclaro que, sí, por esa época se me había dado por fumar. Al poco tiempo me di cuenta de que solo lo hacía por presumir, que no me gustaba ni un poquito y entonces lo dejé para siempre. Lo que es no tener vicios, juas.
Y allí estaba, alpedeando como tantas veces, cuando lo vi aparecer desde la esquina de Tacuarí.
Era un rubiecito, muy pero muy bonito, con una pinta de gay que no se podía disimular ni en medio de una manifestación de obreros de la construcción. Es que tenía un modo de caminar que sonaba a maracas.
El día era gris y en el horizonte se agrupaban nubarrones oscuros que amenazaban con una buena tormenta, de esas que no se olvidan. Estaba fresco pero no tanto. En agosto todavía es invierno pero ese año la primavera parecía haberse adelantado. Aun así, la gente parecía vestirse con el calendario más que con el termómetro.
Contrariando esta aseveración de mi parte, el pendejo llevaba puesta una remerita muy cortita que casi le dejaba el ombligo al descubierto y, sobre los hombros (como para que mamá no dijera que no se abrigaba), un saquito de lana rojo (o colorado, como ahora sé que prefiere decir). Imposible equivocarme. Y no solo el andar lo delataba, con sus sandalias tan mononas que dejaban en libertad los piecitos delicados (casi parecidos a los de una nena) y su tobillera de strass, también los demás accesorios y la manera de balancear las manos a cada paso. Era como ver “El Lago de los Cisnes” en plena calle con música de pulseras tintineantes. Hoy nos reímos cuando recordamos aquel día pero en verdad era nuestro destino encontrarnos e iniciar una historia que dura hasta el presente.
A medida que se acercaba a mí, me miraba de un modo tal que parecía que me iba a saludar. Me pregunté si me pasaría lo mismo que con el otro y pronto tuve la respuesta: no. Estaba a solo unos pasos de mí cuando me tendió los brazos:
–¡Hola! ¡Qué milagro verte acá! –me dijo mientras se colgaba de mi cuello y me zampaba un beso en la mejilla.
Locos hay en todos lados y de todas las edades. Por eso no me sorprendió tanto el saludo. Una de dos: o me acababa de confundir con alguien, o era una mariquita mucho más rápida de lo que aparentaba. Aun hoy tengo mis dudas, juas.
– Perdón… ¿te conozco? –le pregunté.
Entonces pareció darse cuenta de su error.
– Uy… ¿Vos no sos Javito, el amigo de Mumy?
– No.
– ¿No estuvimos el sábado en Angel’s?
La mención del boliche disipaba todas las dudas.
– No.
– Ay. Entonces me equivoqué. –dijo, soltándome como si yo tuviera lepra.
– ¿En serio? –lo desafié.
– ¡Por supuesto! –respondió al instante- ¿Qué te pensás?
Se hacía el ofendido pero no era creíble. Los ojitos le brillaban y no podía evitar el ligero estiramiento de su comisura izquierda en una reprimida tentativa de sonrisa. Y ¡qué linda le quedaba esa mueca entre tímida y provocadora! Decidí entonces no dejarlo escapar.
– Lo primero que puedo pensar es que me viste y al toque pensaste: “¡Qué bueno está!”. Y no resististe las ganas de darme un beso… por lo menos en la mejilla.
Entonces sí se rió:
– ¡Por alguna parte había que empezar! –añadió mientras su sonrisa se hacía plena y brillante. Lo cual era casi una confesión. ¡Ya estaba! Había sido más sencillo de lo que hubiera imaginado. El contacto ya estaba hecho y ahora solo restaba tender la telaraña… o dejarme caer en la que él me tendiera a mí. A veces esas cosas nunca quedan claras.
– ¿En serio no sos el amigo de Mumy? –volvió a preguntar.
– No, que yo sepa. Pero si así me vas a dar bola, soy quién quieras que sea.
Volvió a reírse y como al descuido me tomó la mano, para soltarla de inmediato. En ese momento supuse que era más rápido que el correcaminos y le dije internamente a mi pene que se preparara para la acción, juas. Pero ahora que lo conozco mejor, se me da por pensar que tal vez (solo tal vez) lo hiciera sin premeditación ni segundas intenciones. En todo caso, él siempre lo negó y dejó la responsabilidad de sus actos a cargo de sus propios impulsos. Discusión estéril, por cierto, pues nunca sabremos la verdad (a menos que él abra su corazón, jajaja). El tema es que, cuando me soltó la mano, yo (ni lerdo ni perezoso) se la volví a tomar, la puse sobre mi pecho (para que, de paso, fuera tanteando la mercadería y se entusiasmara) y le dije con estudiado tono melodramático:
– Sentí como me late el corazón ante la incertidumbre de no saber quién soy.
¡Entonces casi me abraza! Pero se contuvo. No obstante, su respuesta, aunque un poco enrevesada, fue decisiva para el desarrollo futuro del encuentro:
– Yo creo que con que seas el que sos está más que bien.
De allí en más, todo fluyó. Entre bromas y lances, nos pusimos en marcha por las vetustas callecitas del barrio de San Telmo. Claro que, dicho así, daría la impresión de un paseo romántico en medio de un idílico paisaje urbano, de un par de adolescentes asombrados por el descubrimiento de nuevas sensaciones… ¡Nada de eso! Ante mi deseo de saber quién cornos era ese Javito con el que me había confundido, el pendejo me terminó confesando que era un flaco con el que había estado transando en el túnel de Angel’s. Y ya se sabe que transar en el túnel de Angel’s no es como tejer macramé. Según sus palabras, el tal Javito era mi clon. O yo el suyo, porque (por lo que dijo) el otro era mayor. De todas maneras, yo le dejé bien en claro que no podíamos ser clones en todo, que algo diferente (y mejor) podría encontrar en mí. Me acusó de fanfarrón y yo lo invité de inmediato a un telo para demostrarle mis virtudes.
– ¿Y qué te hace pensar que me voy a acostar con vos? –me preguntó con otra sonrisa.
A lo que respondí sin tardanza, deteniéndome y abriendo los brazos como si me pusiera en oferta:
– ¿Acaso te vas a perder de probar este cuerpito?
En ese preciso instante y antes de que el pendejo pudiera replicarme, las nubes negras que antes solo habían sido una amenaza se desguazaron sobre nosotros, que en pocos segundos quedamos empapados por completo. No obstante, el instinto nos llevó a correr en busca de refugio, con tanta mala suerte (o no) que las sandalias del pendejo (calzado no apto para días de lluvia) resbalaron en el piso mojado y el pobrecito fue a parar al suelo. Sin percatarme, yo corrí unos metros más pero, al notar que ya no iba a mi lado, me di vuelta para buscarlo y lo vi de rodillas, como un pollito mojado, mirándose las palmas de las manos e intentando levantarse. Volví para ayudarlo. Se había raspado la mano derecha y le sangraba la rodilla izquierda. Nada grave por cierto, pero él parecía de esos chicos frágiles que no soportan el menor malestar y sienten que cualquier cosita es un dolor insoportable.
– ¿Te vas a quedar ahí parado o me vas a ayudar a levantarme?
Esa es una discusión para la cual hasta el día de hoy no hemos hallado una solución. Él asegura que, mientras se hallaba en el suelo sufriendo por las terribles heridas, yo permanecí largo rato mirándolo con una “sonrisa estúpida” en los labios. Mi versión dice que llegué de inmediato a su lado, él me hizo el reclamo y yo lo levanté entre mis brazos mientras desde algún balcón de la vecindad sonaba estridente la voz de Pavarotti cantando “Vinceroooooo”. En lo que sí nos hemos puesto de acuerdo es en el hecho de que pasé su brazo izquierdo por sobre mis hombros y lo ayudé a caminar. Así juntos nos guarecimos bajo un escueto toldo, roído por la intemperie, instalado al frente de un kiosquito que parecía abandonado.
Lo que sigue es un episodio que también está en discusión.
Debajo de aquel toldo poco fue lo que pudimos conversar. Dolorido como estaba, él no se soltó de mis hombros y yo, para evitar que cayera otra vez, lo tomé por la cintura y lo mantuve bien pegado a mi cuerpo. ¿Es necesario detallar lo que sucedió? Estábamos tan juntitos y él era tan bonito, respiraba tan agitadamente y se mordía los labios con tanta parsimonia que no hice menos que comerle la boca con toda la ternura que pude. Sin dudas, habrán de pensar que el cariño que hoy siento hacia ese pendejo o el deseo de mantenerlos a ustedes pendientes de esta historia me llevan a darle tintes de telenovela portorriqueña a este relato. Sin embargo, juro que fue tal como se lo cuento. Nos besamos una y otra vez sin que decayeran las ganas. La calle estaba desierta bajo el aguacero. Solo pasó una camioneta y desde su interior alguien nos gritó el imaginable “¡comilones!” sin que nosotros nos diéramos por aludidos. Acostumbrado como estaba a los clientes que me levantaban en la calle, aquella boquita fresca y tan predispuesta era un tesoro invaluable para mí. De no ser quien soy, seguramente me habría enamorado del pendejo en ese instante. Por suerte, en aquella época yo ya era yo y, en consecuencia, todavía sigo siéndolo. Él fue el primero en notar la erección y, sin romper el clima, presionó aun más su cuerpo contra el mío. Mis manos se deslizaron hacia sus nalgas y su garganta dejó escapar un gemido ahogado por mi boca. Todo su cuerpo temblaba (y estoy seguro de que no fue por frío) y sus caricias, ahora tímidas, en mi cuello eran un llamado a ir más lejos. Masajeando sus glúteos descubrí la nada sutil presión de su entrepierna. La tela de la bermuda no alcanzaba a disimular el aumento de volumen. Mis dedos se deslizaron entonces hacia delante.
– ¿Qué es esto? –le pregunté bromeando en medio de la calentura.
Él no me respondió. Sus mejillas se tiñeron de rosado intenso, cerró los ojos y se quedó a la espera de un nuevo beso. No lo hice esperar y al mismo tiempo le sobé el bulto para ver si crecía todavía más. Pero no, así se quedó. No es que fuera poco lo que tenía entre las piernas sino que uno siempre es pretencioso. Mi mano izquierda se coló por debajo de su remerita y pude disfrutar de la increíble suavidad de su piel. Su espalda se arqueó al contacto de mis dedos y su lengua exploró mi boca casi con desesperación. Olvidando que estábamos en la calle, ambos nos descontrolamos y nos exploramos palmo a palmo. Hasta que, de pronto, el pendejo se detuvo e intentó apartarse.
– Me duele mucho la rodilla. –dijo.
– Busquemos una farmacia, compramos una curita y en el telo de la pongo.
– ¡Estás loco! ¡Yo no voy a ir a ningún telo!
– O sea que no te negás a que te la ponga…
Suspiró entonces con supuesto fastidio pero una sonrisa volvió a traicionarlo. Todo su cuerpo en realidad gritaba el deseo que lo consumía en silencio. La lluvia amainaba pero aun era copiosa. Bajo el toldito roído volvimos a besarnos y las manos de ambos se tornaron más demandantes. Tanto que mi resistencia llegó casi hasta su límite y pregunté al borde de la imposición:
– Bueno… ¿qué hacemos?... porque que a vos te duele la rodilla pero a mí ya me van a explotar los huevos.
No respondió de inmediato. Más bien se tomó su tiempo para encontrar las palabras justas. Me besó tiernito como era, con infinitos chuponcitos que no hicieron más que aumentar mi ansiedad y, luego de un largo pero en absoluto desapacible instante, llegó la respuesta en forma de invitación disfrazada de pregunta:
– ¿Me acompañás a mi casa?
¡Al fin se decidía! Yo hubiera preferido un lugar más neutral, pero era lo que había.
– Pero, ¿en tu casa no hay nadie?
– Nadie. Pero te tenés que ir antes de las ocho.
– Es tiempo más que suficiente para darte una muy buena cogida. –me entusiasmé.
Entonces bajó la mirada e intentó nuevamente separarse de mi cuerpo. No lo dejé.
– Tengo que confesarte algo antes de eso. –hizo una larga pausa antes de continuar, tan larga que llegó a impacientarme– Pero me tenés que jurar que no te vas a reír.
Me llevé la mano al pecho y juré con gesto de solemnidad.
– Aunque te parezca mentira, soy virgen.
¡Eso sí que era una sorpresa! Yo esperaba que me dijera que le faltaba un dedo del pie, o que tenía una enorme y desagradable cicatriz en algún lado del cuerpo, o que estaba acomplejado por no tenerla más grande, o que tenía vih. Pero en ningún momento imaginé que me saldría con eso. Igualmente, supuse que no era grave que me mintiera con esa cuestión. Todo lo contrario: me parecía simpático. No obstante, fui sincero.
– Tenés razón: me parece mentira, jaja. –me reí porque en verdad me daba gracia y además porque no quería que tomara mi comentario como un rechazo.
– Yo sabía que te ibas a reír. –se ofendió– Sos un tarado.
– ¿Y cómo no me voy a reír si hace casi una hora que estamos transando y diste muestras de ser un experto?
– Transar no es lo mismo que coger.
Y en eso tenía toda la razón.
– Ok. Es cierto. Pero a mí no me importa. Además te voy a coger despacito para que no te duela. Vas a ver.
– No. Mejor no.
– ¿Cómo que no? ¡Vos mismo me acabás de invitar a coger a tu casa!
– No, no. No cambies las cosas. Yo te invité “a mi casa”, no “a coger en mi casa”.
Parecía que mis peores temores se estaban volviendo realidad. ¡Otro histérico como el de la puerta de la universidad! Me estaba poniendo furioso.
– Al menos nunca hablamos de que vos me cogieras a mí. –acotó y luego sonrío con picardía.
El alma me volvió al cuerpo.
El pendejo lo que quería era hacerme el culo a mí. Obvio que yo no tenía problemas, aunque no voy a negar que su culito me llamaba como la miel a las moscas. Pero si no entregaba, yo no me iba a quedar con las ganas de comérmelo por un detalle tan insignificante.
– Ajá. –asentí– Todo es negociable. Pero lo arreglamos en tu casa. Las gotas de lluvia ya se me evaporan sobre la piel. ¿Hacia dónde tenemos que ir?
Nos pusimos en marcha bajo el aguacero. Yo sosteniéndolo para que pudiera caminar. Él exagerando su dolencia para poder colgarse de mi cuello.
Rato después llegábamos a la puerta de su casa, una edificación antigua (como casi todas las del barrio de San Telmo) y con la mampostería un poco caída. Tal como el pendejo había dicho, en el interior no había nadie y reinaba el más absoluto silencio. Pero cuando llegamos nosotros todo cambió. El pendex puso música bien alta (“para que no escuchen los vecinos” dijo) y de inmediato empezó a sacarse la ropa. Hubiera preferido ser yo el que lo hiciera, pero no era cosa de frenar su entusiasmo. De modo que lo imité y en un santiamén ya estábamos los dos desnudos, trenzados en un abrazo en el que era dificultoso saber dónde terminaba su cuerpo y comenzaba el mío. De alguna manera llegamos a su cuarto. Él se tiró en la cama y yo sobre él. Degusté con pasión cada centímetro de piel. Es una de las tareas que más disfruto. Cuando el tipo me gusta, claro está. No existe mejor modo de investigar si, como suele decirse, “hay química”. Y entre ese pendejo y yo sí que la había. Sobre su epidermis, mi lengua iba dejando una estela de saliva y vellos erizados. Su espalda se encorvaba una vez más como si fuera el lomo de un potro sin domar. Pero en este caso, los bufidos clásicos del animal salvaje eran reemplazados por suaves quejiditos que denotaban un estado intermedio entre el placer y la tortura. Las manos crispadas y los hermosos pies agarrotados con sus deditos de niño queriendo escaparse unos de otros. La cabeza en continuo movimiento de negación con los párpados apretados y los músculos del cuello estallando entre quijadas y clavículas. El vientre buscando infructuosamente un sitio entre las costillas donde guarecerse de tanta voluptuosidad. Y tan al alcance de mis manos y de mi lengua, la verga para nada despreciable aguardando su turno, palpitando de pura imaginación, de solo presentir el goce que habrían de propinarle mis inminentes lamidas. Se la chupé siguiendo el ritmo ansioso que él había propuesto. Dio un gran grito (de sorpresa, diría yo) y con ambas manos me invitó a tragármela toda. Había hecho muy bien en poner música muy alta, porque el pendejo no era en absoluto sutil para expresar su gusto. Mientras lo peteaba, él buscó mi verga con la intensión de masajearme y transmitirme parte de su molicie. Mis dedos empezaron a explorar entre sus nalgas. Así comenzaba la tarea de llevarlo a la cúspide del placer, ese punto en el cual sería él mismo quien me pidiera que lo cogiera. La técnica y la paciencia combinadas siempre dan resultado.
Su pija se deslizaba entre mis fauces con impudicia. Mi calentura y la suya creaban el campo propicio para que cualquier contacto se tornara un pecado rayano con lo divino. Por momentos era yo quien descendía sobre su pubis, incrustándome su miembro hasta la garganta. Después, era él quien dirigía inconscientemente la acción, separando sus nalguitas suaves de la sábana e hiriendo mis amígdalas con la lubricidad de su glande.
Pero no era mi intensión permanecer allí de puro mamador. Si bien es uno de mis mayores talentos, para mí el sexo sin diversidad no tiene gusto. Lo hice echarse sobre su vientre y, yo sobre él, fui descendiendo lentamente por su espalda con besos y lamidas, Cuando mi boca se internó en su trasero, llevando el calor y la locura a terrenos de su anatomía hasta entonces inexplorados según sus palabras, la situación pareció perder el rumbo. Todo su cuerpo se tensó de repente. Sus manos se plantaron en el colchón y su torso se elevó como si estuviera haciendo lagartijas. El mensaje era inequívoco y, sin embargo, fingí no percibirlo. Era lo mejor que podía hacer para lograr mi objetivo. Permanecí allí, hundiendo mi rostro entre su algodonada humanidad, al acecho de un cambio de actitud. Y percibí ese cambio cuando llegó el primer suspiro.
Pero no era mi intensión permanecer allí de puro mamador. Si bien es uno de mis mayores talentos, para mí el sexo sin diversidad no tiene gusto. Lo hice echarse sobre su vientre y, yo sobre él, fui descendiendo lentamente por su espalda con besos y lamidas, Cuando mi boca se internó en su trasero, llevando el calor y la locura a terrenos de su anatomía hasta entonces inexplorados según sus palabras, la situación pareció perder el rumbo. Todo su cuerpo se tensó de repente. Sus manos se plantaron en el colchón y su torso se elevó como si estuviera haciendo lagartijas. El mensaje era inequívoco y, sin embargo, fingí no percibirlo. Era lo mejor que podía hacer para lograr mi objetivo. Permanecí allí, hundiendo mi rostro entre su algodonada humanidad, al acecho de un cambio de actitud. Y percibí ese cambio cuando llegó el primer suspiro.
– Jamás imaginé que fuera tan rico –confesó a los pocos minutos– Pero no me vas a coger.
Su voz sonaba segura, como un desafío, apenas opacada por el resuello entrecortado.
Su culito era un imán imposible de resistir. Su pielcita tersa apenas cubierta de un imperceptible vello rubio como el de la piel del durazno, clamaba atención personalizada. Una atención mucho más sutil. Con la punta de la lengua busqué el centro de su hoyito y apenas hice contacto su boca dio acuse de recibo y se desarmó en un gemido. Sin que viniera a cuento (o tal vez sí) susurró un “No me vas a coger” y yo seguí ignorando sus dichos. Con destreza que él no estaba en condiciones de percibir, lo induje a elevar la cadera de forma que me resultara más cómodo explorar su trasero. Las caricias de lengua son irresistibles, sobre todo para quien no tiene mucha experiencia y recibe por primera vez el “tratamiento”. Uno no se cansa de lamer y la otra persona comienza a debatirse entre la desesperación y la locura. En este caso, ambas sensaciones parecían fundirse en una sola y, poco a poco, la afirmación que con que me había desafiado hasta muy pocos minutos atrás se transformó casi en un ruego: “No me cojas”.
Esa era la señal que me indicaba la necesidad de dar el siguiente paso. Lo invité a echarse de espaldas y él aceptó de inmediato, suponiendo (creo yo) que ya había pasado el peligro y que de ahí en más yo regresaría a las práctica mamatorias. Sin embargo, no hice nada de eso.
Me llevé el índice a los labios y lo lubriqué con abundante saliva. Luego desparramé suavemente el líquido alrededor de su esfínter. Volvió a gemir una y otra vez. La combinación de la lengua con los dedos suele ser, en estas circunstancias, la estocada previa a la rendición pero en algunas ocasiones (como es este caso) es preciso dejar de lado sutilezas y ese dedo termina hundiéndose en el ano. El objetivo es buscar (y encontrar) los puntos más sensibles y decidir, de ese modo, la contienda en nuestro favor. El pendejo insistió todavía una vez: “No me cojas por favor”. Claro que después de esa súplica ya estaba todo dicho…
De allí en más fue todo más sencillo. En medio de un concierto de jadeos, ronroneos y suspiros, mi dedo se solazó en el recto caliente y deseoso. Luego ingresó uno más y juntos encontraron la bolita de la próstata. El pendejo se volvió loco. Abrió los ojos como si acabara de ver al mismísimo dios. También abrió la boca como si fuera a gritar desde el fondo de sus entrañas, pero no pudo emitir ningún sonido. Mis dedos entraban y salían rítmicamente y mi lengua se paseaba por el entorno, acrecentando además mis deseos de conocer ese interior que se estaba perfilando como un agujero negro que todo lo traga. Tuve que tomar cierta distancia para no perder yo también el control. Al fin y al cabo se suponía que yo era el experimentado en aquella cama. Me arrodillé junto a sus nalgas pero sin retirar mis dedos de su interior. Su verga parecía a punto de estallar, por lo que no intenté tocarla ni mucho menos llevármela a la boca. Solo atiné a sobar la mía y de ese modo tomé conciencia de que ella también estaba ansiosa. Retiré los dedos y la apoyé sobre el hoyito del pendejo. Curiosamente, notó la diferencia y me miró suplicante. Yo le sonreí y le tiré un beso a la distancia. Casi sin darme cuenta, empujé mi verga contra su cuerpo y la presión volvió a hacerlo suspirar. Le acaricié el culo con el glande bien ensalivado y siguió suspirando. Hasta que dejó de lado los disimulos:
– ¡Cogeme de una vez!
Y yo le hice caso.
Fui delicado, de todas maneras. Ganas no me faltaban de metérsela de una y sacarme bien las ansias pero no hubiera sido justo, ni verdaderamente satisfactorio. Fui entrando de a poco y sé que él me lo agradeció con sus ojitos desorbitados y sus sonidos extraños que, sin dudas, eran de satisfacción. Solo una vez me repitió aquello de que “nunca había imaginado que fuera tan rico”. El resto del tiempo se limitó a gozar.
Gozó y gozó y quería seguir gozando. Tanto que me exprimió hasta que mi pobre pija ya no dio más y explotó en leche como si hubiera tenido una abstinencia de semanas. En verdad, me vacié dentro de él y lo disfruté como pocas veces había disfrutado de alguien. Exhausto, me tendí a su lado. Nos besamos profundamente y, al final del beso:
– Ahora me toca probar lo demás…
Entendí al instante lo que quería decir y me giré ofreciéndole el culo. Él se ensalivó la verga y me la puso sin prisa, como si ya estuviera habituado a hacerlo.
– No quiero acabar rápido. –dijo.
Pero no pudo cumplir con su objetivo. A la cuarta o quinta embestida tuvo un orgasmo fenomenal. El cuerpo todo se sacudió como si fuera de papel y, dentro de mí, sentí claramente las contracciones de la verga y el calor de leche inundándome.
Muchas veces me he puesto a pensar en aquella tarde y en lo que hubiera sucedido si, por algún capricho del destino, no nos hubiéramos encontrado. ¿Quién sabe? Pero estoy convencido de que ninguno de los dos seríamos quienes somos hoy. Para mejor o para peor.
Después de una par de polvos más, antes de que dieran las ocho, me fui. Él me despidió en la puerta de la casa y me dio un beso en la boca que me nubló la visión. Un poco mareado me encaminé hacia San Juan. Ya no llovía pero había refrescado bastante y mi ropa todavía estaba húmeda. Metros antes de llegar a la esquina, escuché sus pasitos detrás de mí y cuando me di vuelta para verlo, se me colgó del cuello:
– Jurame que nos vamos a ver otra vez.
Tenía los ojos brillosos y yo no pude (ni quise) romper sus ilusiones.
– Yo no juro… pero lo prometo.
Era mucho más de lo que hubiera hecho por cualquier otro desconocido.
– Aunque tengo un problema: no sé tu nombre.
– Pero sabés dónde vivo…
– ¿Y tu nombre?
– Nunca te lo voy a decir, pero podés decirme Sony.
Después de mucho tiempo sí me dijo cómo se llama en realidad. Pero imaginarán que no puedo traicionar su confianza y develar su secreto.
CONTINUARÁ...
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